VIÑA Y CONCÓN
Un paseo con noche incluida
- ¿Vamos a Viña, Exe?
- ¿Cuándo?
- Cualquiera de estos días. Casi siempre veraneaba en esa idílica ciudad y me encantaría volver un par de días para rememorar tiempos idos. Tengo dos días libres, ¿me acompañas?,
Así partió este comentario. Yo también había estudiado en esa ciudad aunque no nos conocimos allí. Me acordé de inmediato de “la” Solange, uno de mis primeros amores de juventud. ¿Cómo estará? ¿Vieja y arrugada como yo? ¡Sin duda!, reflexioné. Mal que mal el romance fue el siglo pasado y no nos vemos desde cuando funcionaban los trenes y el telegrama era la solución tecnológica de aquellos días. ¡Qué manera de haber pasado agua por el puente de nuestras vidas!
-¡Despierta Exequiel!, rabió Sofía, mi paquita
- Aquí estoy, preciosa –respondí-, lo que pasa es que estaba pensando dónde quedarnos en Viña.
- Me tinca Concón, respondió. (O sea, ordenó. Y ustedes ya deben saber cuando a ella se le pone algo en la cabeza...)
Revisé mentalmente las alternativas de alojamiento en Concón. Eran pocas. Algunos hospedajes, otras residenciales y cabañas de dudosa reputación. No es que me molesten pero mi guapa ya se ha acostumbrado a dormir en buenos lugares. Uno de mis hijos me recomendó el Hippocampus, un tiempo compartido de la época en que ese sistema era un boom. Mi nuera me contó alabanzas del Acqua, uno de los hoteles Radisson que hay a lo largo del país. Pesos más y pesos menos y juntando los puntos de LAN, supermercados, bombas de bencina, tarjeta de crédito, colectas varias y la bendición del mayor de mis hijos, que se puso con el billete gracias a la insistencia de mi nuera, llegamos un miércoles pasadito el mediodía al bendito Acqua.
Beiges, negro y rojo predominaban en la habitación que nos tocó. Vista al mar, obvio. Yo quería dormir una siesta y ella quería disfrutar el lugar. Ganamos los dos. Yo, un tutito ya que la noche sería larga y ella a la razón de ser del hotel: su Spa, con tasaloterapia, piscina temperada, masajes, thai yang, watsu y mil y un inventos para cultivar el cuerpo. -“Quiero seguir durita”, comentó coqueta mientras se ponía su traje de baño. Yo estuve a punto de seguirla para un “masaje ruso descontracturante” pero preferí reservarme para la noche que se avecinaba.
Desperté con un ruido como de turbina de avión. Era Sofía que estaba secándose el pelo en el baño. De ahí la sonajera. Me espabilé rápidamente y le pedí permiso para darme una ducha (siempre hay que pedir permiso, ya que si no lo pides, capaz que se enojen. Ustedes saben…) Tras el remojón y con vestimentas limpias… a nuestro próximo destino: Viña del Mar.
No son luces parisinas pero algo es algo. Caminamos por una lastimosa calle Valparaíso (la más central de la ciudad), apenados del panorama que veíamos. Ya no existe el glamour de antes, ni los Samoyedos ni García Villelas parecen ser lo que fueron. Una pena. Ahora mandan las tiendas de disfraces, las ofertas chinas; peluquerías, bares y cuchitriles; un par de bancos, toda la comida chatarra posible y un desorden generalizado. Rapidito, y antes de sufrir cualquier inconveniente nos fuimos al casino.
Ella pensó que ganaría igual que cuando fuimos a Santa Cruz. A decir verdad le fue como las pelotas. No vio una pero igual salió contenta. Y como quería recordar tiempos pasados nos fuimos caminando tres cuadras hasta llegar al Casino Chico, un bar de mala muerte pero entretenido que aun sobrevive gracias a que atienden a las horas en que todo está cerrado. No es mentira, pero Sofía, siútica y todo pidió una malta con huevo. “Eso tomábamos antes”, comentó. Yo, cuidando mi colesterol, preferí una chelita para devorarnos sendos hot dogs con tomate, mayonesa y una rara salsa tártara. Un verdadero remake de nuestros años mozos.
Como andábamos en plan juvenil regresamos a Concón en colectivo. Costó llegar pero no era tarde cuando entramos a nuestro alojamiento. El bar, como corresponde a un hotel que se precie de tal, estaba abierto. “Se le olvidaron sus tiempos de juventud”, pensé cuando ella pidió un Macallan de doce años. Yo, y haciendo caso omiso a los consejos de mi médico, la seguí con un Negroni. E hicimos un brindis por nuestras vidas con la vista fija en un océano que no se dejaba ver por lo oscuro de la noche.
Dormimos de maravilla. Era un trato… nada de toqueteos ni de escarceos. Ella, astuta, había dejado la tarjeta del desayuno puesta en la manilla de la habitación así que despertamos cuando golpeaban la puerta. Una delicia por así decirlo. Raro para mi, pero desayunar en la terraza del cuarto con las ventanas abiertas de par en par fue un bonus track que no esperaba. Albas batas de levantar, zapatillas ídem, sol, océano, gaviotas espías, ella y yo. Ni luna de miel que fuera. “Para eso son los hoteles”, me dice Sofía: están para salirse de lo cotidiano. Jugo de naranjas, fruta fresca, croissant, huevitos revueltos y pan de molde; café del bueno, pastelitos, harta mantequilla, queso y mermelada. El yogurt no lo probé… ¡Al carajo lo sano!
Pagamos la cuenta y dejamos los bolsos en recepción ya que salimos a caminar por Concón. Poca gente se veía y se respiraba tranquilidad en una Costanera que los fines de semana se repleta de humanoides buscando picadas para comer. Se auto impusieron el titulo de “La capital gastronómica de Chile” y creo que es una humorada muy ingeniosa. Sin duda hay buenos boliches. Picadas por decirlo mejor. Pero nada más. (Salva eso si el hotel y un par de buenos ambigúes por ahí. ¿Pero de ahí a “capital”?, eso es casi un delirio y delito publicitario).
Rico hotel, bien atendido y tremendamente bien ubicado. Casi en los roqueríos de la costa (más que casi, en las rocas). Además regresamos con los buenos recuerdos de nuestro paso juvenil en esos lugares donde se podía caminar tranquilo en épocas pasadas. Felices regresamos a Santiago… y llegamos justito a la hora del aperitivo.
¿Qué cálculo, no?
Exequiel Quintanilla
Radisson Aqcua Hotel & Spa Concón: Av. Borgoño 23333, fono 32-254 640