martes, 19 de diciembre de 2017

LOBBY MAG


LOBBY MAG.

Año XXIX, 21 al 26 diciembre, 2017
(Solo Navidad y vacaciones)
LA NOTA DE LA SEMANA: Viejito Pascuero, acuérdate de mí…
MIS APUNTES: Mi pavo navideño
LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR: Una pequeña guía para sus próximas vacaciones
BUENOS PALADARES: Crónicas y críticas de la prensa gastronómica
 

LA NOTA DE LA SEMANA


 
VIEJITO PASCUERO, ACUERDATE DE MÍ…

Nada me parece más exótico y extraño en nuestra cultura que el “Viejo Pascuero”, nuestra alteración adaptada del tradicional San Nicolás, Santa Claus (Klaus) o Papá Noel que llegara a instalarse a América Latina desde los países del Hemisferio Norte. Inspira un poco de burla y crueldad verlos vestidos en pleno verano a la usanza del más frío de los inviernos. Una cadena de tiendas incluso ha colocado unos hombres de nieve plásticos en la entrada de sus locales. Allí también verán a los Viejitos asándose casi hasta el infarto bajo el sol estival; cociéndose vivos en su propio sudor, dentro de trajes rojos de telas tan delgadas y frágiles como el burdo intento de simular al personaje original del invierno anglosajón lo permita, aunque nosotros debamos conformarnos con renos de cartón o de polietileno.

Creo que ni siquiera nuestra idiosincrasia va con el tierno viejito navideño. Sentar un cabro chico en las piernas es -, acá en Chile-, inmediata sospecha de pedofilia. Mis padres recuerdan cómo uno de los “viejos pascueros” de la Plaza de Armas, a mediados de los setenta, se agarró a puñetes con otro Viejito del gremio porque éste le ocupó su trineo para tomarse una foto con uno de los niños que se creían el cuento. En medio de la violenta pelea, los niños presentes estallaron en llanto al ver a dos émulos del espíritu de la Paz y el Amor en la Navidad reventándose a combos, con chuchadas y amenazas incluidas. Luego de los trajes rojos, pasaron los de trajes verdes (una pesadilla para daltónicos) y sólo entonces se recuperó el orden y se restauró el sentido de nuestra Pascua de Navidad.

El Viejo Pascuero es, de alguna manera, lo que queremos ser (más de lo que en realidad somos), como tantos reflejos de la actual ciudad. Nos encantaría tener saludables hijos rubios, de cachetes rosados y futuro asegurado, colgando calcetines alrededor de la chimenea encendida. Cuánto nos gustaría, también, tener invierno en diciembre (pero manteniendo el sol en vacaciones de verano, se entiende) y andar con bufanda por la calle mientras le tiramos migas a los renos, en vez de las palomas, porque la verdad es que ni a nuestro querido huemul lo podemos ver en vivo.

Los centros comerciales dan trabajo, al menos, a las personas que personifican al Viejo Pascuero en las galerías y tiendas. Otros prefieren la “cacería” de niños entusiasmados con la farsa del viejo de los regalos, asechándolos en algún rincón decorado de rojo y verde para robarles una foto. La pagarán los papás, que son, coincidentemente, los grandes responsables de mantener el mito comercial del Viejo Pascuero, pues, en este mismo cinismo, no existe atrocidad más horrorosa en la paternidad que negarle al niñito la existencia de este gafe navideño, pecado que lo convierte a uno inmediatamente en el propio Grinch. A un hijo se le puede castigar, alimentarlo con bolas de grasa frita o dejarlo fumar a la salida del colegio; pero confesarle la inexistencia del Viejito, equivale a robarle la niñez.

  ¡Jo, jo, jo, Feliz Navidad!”.

MIS APUNTES


 
MI PAVO NAVIDEÑO

Antes, en la juventud de los “baby bommers” (los nacidos entre el 1946 y 1964), había que ser amigo del panadero para que éste asara tu pavo navideño en uno de sus hornos. Eran pavos gigantes que no cabían en la cocina familiar. No existía el pavo trozado y la única fórmula para asarlo era en la panadería o descuartizarlo en casa, para lo cual había que inyectarle una jeringa con al menos medio litro de coñac ordinario para que diera jugo y sabor. Ese plumífero que aun extrañamos y que siempre lo acompañábamos con papas duquesas y puré de manzanas.

Lo preparé muchas veces en los años 90 ya que mi amigo panadero se cambió de barrio. Sufría, ya que aparte del calor ambiental, la cocina hacía su aporte adicional. Menos mal que ya existían las papas duquesas congeladas, así que la tarea era más fácil. Mi receta era sencilla: “pintaba” el pavo (por fuera y por dentro) con pimentón en polvo, aceite, sal y pimienta, le metía manzanas cocidas y tocino molido por el traste. Le chorreaba jugo de naranjas por su exterior y el pobre quedaba lleno de agujeros por donde le introducía el licor de marras. 

A las tres piscolas el pavo estaba listo y jugoso. ¿Puré de manzanas? Fácil ¡Colados de manzana para guaguas! (un dato que aun pocos utilizan y que es insustituible). En esos tiempos, los regalos los entregaba el Viejito Pascuero muy de madrugada así que los niños comían en paz y su apuro mayor era acostarse temprano para tener los regalos a los pies de sus camas el día 25.

De entrada, jamón serrano (sepa Moya el origen, ya que ni hablar de importaciones) con melón calameño. De fondo, el pavo con sus tontas papitas duquesas y puré de manzanas. De postre, cerezas y un pan de pascua lleno de fruta confitada y duro como el acero. Ni soñar en esos años con los stollen alemanes ni el panettone italiano.

Navidades sencillas. Una botella de blanco y otra de tinto sin nombre ni apellido. Un Viejo Pascuero madrugador al que los niños le dejaban un vaso de Coca Cola para refrescarse y un buen trozo de pan de pascua para que éste se terminara pronto. Un 24 sin Twitter, Facebook, Instagram, ni menos Whatsapp. Con suerte un teléfono fijo que tampoco servía ya que las líneas estaban colapsadas.

Así eran mis navidades. Nunca volverán. Se extrañan pero hay que adecuarse a los tiempos. No somos un país de grandes tradiciones y el pavo navideño es una de las pocas que mantenemos. Hoy el viejito pascuero pasa por nuestras casas más rápido que el león de Tasmania y todos perdemos la ocasión de compartir una cena en común.

Mañana regresaremos a lo normal. Conectados con todos y desconectados de los nuestros. (JAE)

LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR




UNA PEQUEÑA GUÍA PARA SUS PROXIMAS VACACIONES

Cada época tiene sus manías. A los romanos les gustaba ver a los leones arañándoles el culo a los cristianos. A los chinos les encantaban los jarrones. Y ahora, lo que nos gusta es viajar. Viajar a cualquier lado. Lo mismo nos da ir a Llo-Lleo que a Barcelona. El caso es tener el culo en movimiento como Shakira. Por eso Shakira viaja tanto. Yo creo que -por mucho que lo digan los poetas-, viajar no le gusta a nadie. Lo que nos gusta es llegar al destino, pero el viaje es un cacho.

Viajar consiste básicamente en llevarse una maleta llena de ropa limpia para traerla sucia. Todo el mundo dice que viajando se aprende; pero, para ser sinceros, viajar lo que de verdad produce es que uno se tranca. Al salir de tu casa, el ojete se cierra en banda y no suelta prenda. Por eso en los aviones hay más puertas de emergencia que baños. Y en los hoteles lo saben, por eso lo que se gastan en toallas lo ahorran en papel higiénico. Siempre está empezado y con un dobladillo, que debe de ser la firma del último estreñido.

Además, no hay nada más triste que un aeropuerto. En los aeropuertos no se ríe nadie. Ves a la gente seria, tirada en los sillones o despidiéndose con lágrimas, rodeada de bultos. Parece que, en vez de iniciar un viaje, les fueran a operar de la vesícula, que por cierto, sería de gran utilidad en los viajes largos. Ya que vas tan aburrido y tan incómodo, que esos viajes se podrían aprovechar para operarse de algo. En vez de jugo, un trapo con cloroformo, de forma que cuando llegues a Ibiza, además de no tener jet lag, llegarías a tu destino con un lifting, una liposucción y tres hígados, que en Ibiza te van a hacer falta, con eso de la barra libre.

En el avión, todo está preparado para jorobarte. ¿Por qué cuando despegas y aterrizas hay que plegar la bandejita? "Huy, gracias, por si acaso hay un accidente y morimos todos. Y también hay que poner el respaldo recto para que el de atrás pueda plegar la bandejita, debe ser... O eso, o para morir incómodo. Claro, que si te agobias siempre puedes conectar el aire acondicionado, ese chorro potente y direccional que te permite tener tres centímetros de la cabeza muy fríos... Hay gente que con este sistema se ha quitado las verrugas de la nuca.

Luego hay que reconocer que el cinturón de seguridad tampoco es maravilloso. El túnel del terror de Fantasilandia tiene un sistema bastante más elaborado. Claro que acá lo ponen para que nadie pueda pegarle al fantasma.

Ahora la cosa es comprar los pasajes por Internet, que es un sinónimo de "no gastarse". Por Internet puedes, por ejemplo, arrendar una casa en el campo para hacer turismo rural. Y hay que explicar un poco lo que es el turismo rural, que no es que un campesino vaya a la ciudad, es más bien al revés. Vas tú donde el campesino para que se ría de ti. El lugar es una casa en ruinas al precio de un loft en Dubai. A cambio, las vistas a través de las mosquiteras son preciosas. Menos mal que siempre puedes contratar unas excursiones que consisten en subir un cerro para ir a un manantial donde el agua sale súper pura. Pero descubres que no la puedes beber, porque está tan fría que si tomas un trago te duele la cabeza toda la tarde.

Misterios de los viajes.

Si el turismo rural no es lo tuyo, siempre te puedes matricular para un viaje en grupo, que es divertidísimo. Vas con unas personas a las que no conoces para nada, pero de repente es ¡tú grupo! Todos siguen al señor de la banderita, porque él es tu único contacto con la realidad, y crees que si pierdes al guía vas a morir, porque es el único que sabe frases claves para espantar a los que piden dinero en varios idiomas.

Pero lo peor de los viajes en grupo son las amenazas. Se pasan todo el rato amenazando: "Ahora vamos a parar aquí 20 minutos. ¡Pero si en 20 minutos no regresan, nos iremos y los dejaremos abandonados aquí, en Kurcijistán! ¡Donde los hombres son violentos… y muy puntuales!".

En estos viajes se suele ir en buses que se caracterizan por tener un vídeo sin sonido y un micrófono con el que no se entiende nada: "Y no se pierdan aquí la excelente visión del majestuoso Sdlkjsfdkfj, donde es muy fácil ligar con mujeres si se entra con un dñalskdsdf. Ellas se les tirarán a los brazos y les harán una ñlsjsdfkj". Aquí también te suelen amenazar: "¡Pero cuidado con las mujeres de Kurcijistán, porque si usted hiciera algo como sdkfjlkajsd, les esperaría una muerte lenta y dolorosa!".

Si no quieres estas incomodidades, siempre puedes hacer el turismo sin turismo, conocido como "los hoteles con pulsera". La idea no puede ser mejor: comer y beber hasta reventar. Este turismo suelen elegirlo los recién casados, con el siguiente pensamiento: ¿para qué nos vamos a esperar hasta los 40 para ponernos gordos si en una semana podemos ver cómo será nuestro futuro? Y tú, que te habías casado con una chica preciosa, vuelves a Chile con tu nueva bruja oliendo a coco y con la cabeza llena de trenzas. En cambio, tú vuelves tan gordo y con tan poca movilidad que te tiene que limpiar el culo un pájaro.

Los que más ganas tienen de viajar son los jóvenes, porque es lo más parecido a irse de casa que pueden hacer. Para estas necesidades, los gobiernos europeos han inventado una cosa que se llama Interrail. En esta modalidad, el reto consiste en irse lo más lejos posible y conseguir volver sin haber gastado dinero. Cuando vuelve alguien de Interrail le preguntas: "¿Qué has comido en Austria?". "Mortadela"... "¿Y en Checoslovaquia?". "Mortadela"... “ En Alemania". “Mortadela”…

Seducir en el Interrail es complicado. Normalmente con rubias y morochas que también están de viaje, con lo cual ya no te fijas si es guapa o no. Es más importante saber cuántos días lleva sin ducharse. ¿Y qué le ofreces a una chica en esa situación? No es fácil: "Eh, linda... Si te quedas conmigo, quiero que sepas que tengo una lata de jurel que tiene tu nombre. ¿Y qué te parecería un poco de agua potable?".

Está claro que el famoso tren triunfa más por la fama que tiene que por lo que es en realidad, que te dicen: "Vete a Noruega”. Y llegas allí y te encuentras con tu amigo en una estación que está en un descampado, y entre los dos reunen doce euros, y otros tipos te quitan los calzoncillos, la lata de jurel y el bolsillo con el pasaporte que te cosió tu madre al forro de los bermudas. Y tú, mientras, piensas: ¡qué bien estaría en Santiago con mis padres comiéndome un asado!

Pero de todas las formas que hay de hacer turismo, la más extrema es el turismo en pareja. El viaje es muy diferente si lo haces con tu amante que si lo haces con la mujer estable. Con la pareja estable es como si estuvieras haciendo el servicio militar. Madrugas más que cuando vas a trabajar porque no te puedes perder el desayuno. Si vas con la “otra” y te pierdes el desayuno da igual, te tomas un café por ahí o vas directo al aperitivo.

Pero la pareja estable lleva un plan de viaje que ella ha preparado durante seis meses: se ha metido en todos los foros de Internet y ha subrayado toda la guía Lonely Planet. Algunas llevan tatuado en el pecho los itinerarios que hay que seguir, como el de Prison Break.

Y es mucho peor si la pareja viaja en auto, porque eso ya es un no parar de discutir. Antes se discutía porque, cuando te perdías, ella te decía: "Para y pregunta". Ahora llevan Waze, pero la mujer, en general, no cree en los aparatos. A ella le gusta desplegar el plano, metértelo en un ojo, taparte toda la visibilidad, y luego lo dobla mal y queda más gordo que El Código Da Vinci y no cabe en la guantera, así que lo tira al asiento de atrás con el resto de porquerías que ha ido tirando: una bolsa de papas fritas, unas hawaianas, los diarios gratuitos, el pareo, cuatro piedras de recuerdo, una manzana del desayuno del hotel (por si le daba hambre), botellas de agua de varios días (calentita y con sabor a plástico)...

 
No es que yo esté en contra de los viajes en pareja, pero si viajas con pareja estable vuelves con más estrés del que tenías. ¿De dónde sacarán esa energía las mujeres en los viajes? No se les puede quedar una iglesia por ver. Ella tiene que ir a todos los sitios que le han recomendado sus amigas y a todos los que ha leído en las revistas: el Martini en Vía Veneto; comer fettuccine en el Trastevere y el capuchino en la Piazza Navona. Y le tienes que hacer una foto con el iPhone tomándose el capuchino para que se la mande a todas sus amigas. A ti no te hace falta la foto para acordarte del capuchino. Con lo que cobran, no se te olvida en la vida.

No puedes parar ni a echarte una siesta porque ella quiere ver todas las piedras del Foro. Y te va leyendo a quién pertenece cada pedrusco: "Ésta es la casa de Trajano, ésta es la de Plinio el Viejo, ésta es la de Tito Livio...".

 Pero aunque el turismo en pareja es el más extremo, no es el peor. El peor turismo del mundo es el que haces cuando eres niño, que te da igual donde te lleven porque tú sólo miras el suelo y los marruecos. Y además no decides nada: a los sitios entretenidos para ver, tus padres no quieren entrar. El Museo de la Tortura suele ser un sitio polémico, hasta que al final tu padre te lleva, y se oye a tu madre desde fuera: "¡Blablablá irresponsable; blablablá no está preparado, blablablá!"... Y cuando sales de ahí estás alucinado. Con seis años ya sabes utilizar chuchadas. ¡Y eso también es cultura, hombre!

En fin, feliz verano, disfruten los viajes, y si tienen que cometer un delito, háganlo al regreso, ya que las cárceles del extranjero son horribles y además no entienden cuando les gritas: "¡No, por favor!".

BUENOS PALADARES


CRÓNICAS Y CRÍTICAS
DE LA PRENSA GASTRONÓMICA
 
MUJER, LA TERCERA
PILAR HURTADO
(DICIEMBRE) LA CALETA 94 (Ricardo Cumming 94, Santiago / 95363 3624): “La Caleta 94 es un lugar pequeño, con mesas alargadas, bancas, manteles de hule con motivos marinos, tazones de fierro enlozado con los cubiertos y servilletas de papel sobre las mesas.” “La música es alegre y el ambiente, grato y muy relajado. Las especialidades del día están en pizarras y es menester partir por lo fresco: buenas ostras sacadas de la piscina, unas increíbles almejas al matico, que fueron de nuestras favoritas.” “El plato de fondo que compartimos fue el cangrejo reventado, servido en una suerte de paila de fierro hirviendo, con un caldito mortalmente bueno y pensado para comer con las manos, perfecto para ese ambiente relajado. El plato estaba para chuparse los dedos, no solo por lo jugoso, sino por lo rico. Como hay que ir partiendo y escarbando las jaibas, se propicia el compartir y se acaba toda etiqueta. Con este manso banquete no nos quedó espacio para probar ningún postre y sí muchas ganas de volver, especialmente por los precios y lo grato de la experiencia.”

WIKÉN
ESTEBAN CABEZAS
(DICIEMBRE) 47 RONIN (José Manuel Infante 28 / 22234 8875): “Primero que nada, aquí hacen el tempura como se debe. O sea, crujiente y estrellado, como debe ser esta fritura en la que un batido muy frío choca con el aceite muy caliente. Por eso, sus camarones tempura ($8.000), sí están perfectos. Un hallazgo, en un Santiago donde la palabra tempura se ha prostituido. Duro juicio, pero es así.” “Unas gyozas de verdad ($3.800), no de las congeladas de masa gruesa que abundan en los locales aficionados. Hasta un poquito desarmadas, pero con un relleno que no es una mera pasta informe, sino the real chancho.” “Y para testear al maestro del cuchillo, una prueba difícil: un plato en el que el pescado va en láminas dispuestas como si fueran pétalos, un sashimi usuzukuri ($8.500), servidas con un pocillo de salsa de soya alimonada. Sutiles y trasparentes. Lo mismo que un surtido de nigiris ($8.200), otra vez fieles al canon real: con las bolitas de arroz pequeñas, tapadas por cada lonja de pescado crudo, como debe ser.”

WIKÉN
RUPERTO DE NOLA
(DICIEMBRE) LA CASCADE (BordeRío, Vitacura): “… se encuentra uno aquí con platos de dulce y de agraz. La entrada para dos de mariscos gratinados, con crema, pimienta verde y whisky ($15.900), aunque se acopla a la moda de "platos para compartir", no trae una cantidad suficiente (10 machitas y 6 ostiones). No nos vengan con eso "de lo bueno, poco". No en restoranes.” “Entre lo de agraz estuvo el magret de pato con papas y compota de frutos rojos ($13.500). Hace mucho, mucho tiempo que no comíamos un magret tan deficiente: carne absolutamente recocida, dura, cortada sin esmero, de modo que no se apreciaba ese bordecito de grasa que es una de sus glorias. Es casi para no creerlo: un buen magret no solo es perfectamente exigible en este país, donde los productos han llegado a ser de gran calidad, sino que, en un bistró francés debe alcanzar la perfección y ni un punto menos que la perfección. Ay, Señor. ¿Qué habrá pasado aquí? ¿Hay alguien en la puerta de la cocina que inspeccione lo que se despacha a las mesas?”