UN HOTEL EN LA MONTAÑA
(Dedicado a los
lectores que extrañan estas notas sabrosas y desprejuiciadas)
Me
perdí un buen tiempo. Lo lamento, ya que recibí varios mails donde preguntaban
qué me había pasado. Muchos creían que estaba dando mis últimos suspiros en
algún hospital de la capital y otros pensaban que me había arrancado con alguna
jugosa morena a tierras soleadas. Todos estaban errados. No había escrito ya
que encontré que Netflix era mucho más entretenido que estas notas y pasé meses
viendo series y películas. Pero como la sangre tira, me acordé de un viaje que
realicé el año pasado y he regresado a contárselos tal y como sucedió.
Como
comenzaban las vacaciones de invierno escolares, mi bendita nuera insinuó (en
realidad ordenó) a mi hijo invitarme a pasar unos días en la cordillera. Un
lujito que muchos quisieran pero que a estas alturas de mi vida, fue un
desastre.
Pasaron
temprano a buscarme. Olvídense que llevaba ropa ad-hoc para la ocasión. En mi
maleta, unos antiguos pantalones de cotelé y un sweater de lana (acrílico en
realidad), era mi vestimenta oficial. Me senté atrás en la 4 x 4 de Joaquincito
junto a tres pendejos que son mis nietos. Ni les cuento el viaje ya que
prefiero marearme con pisco o whisky. Llegué a destino hecho bolsa y me
asignaron una pequeña habitación con vista… nunca supe la vista que tenía, ya
que la ventana estaba tapada con nieve.
El
hotel era una especie de crucero. Todo tenía horarios. Desayunar, almorzar y
cenar. Si no tienes hambre a la hora de tu turno, cagaste. Si tienes apetito
antes de tiempo, también.
Harta
gringa y argentina rica en el lote de pasajeros del hotel. Pero
desgraciadamente nadie me dio esférica. El interés de ellas era el esquí y yo,
con un pantalón de cotelé café, un sweater verde oscuro y una parca roja, bien
parecía bandera de un país africano. Mi única actividad fue ver, desde la
terraza del amplio living del hotel, como mis nietos aprendían a esquiar en un
día que estaba más helado que candado de potrero.
Miraba
con aburrimiento a mis nietos cuando se aparece ella. Bueno, ella es parte de
esta historia y era (hasta donde sé) moza del hotel. Como me vio aburrido en la
terraza y más abrigado que guagua de consultorio, me metió conversa.
-
Where are you from, dear?, preguntó.
- No te gastes princesa. Hablo tu idioma
- ¡Menos mal!, prosiguió. Estoy aburrida de hablar inglés
-
¿De dónde eres?
-
Vivo en los bajos y por eso trabajo acá todas las temporadas
-
Yo soy Exe. ¿Cómo te llamas?
-
Enriqueta. ¿Vas a pedir algo? Mira que mis jefes observan todo y tengo que
vender,
-
Tráeme una piscola.
-
Le tenemos Control, Capel, Alto del Carmen y Mistral.
-
Alto del Carmen de 35. Por favor
-
Usté manda. ¿Lo cargamos a la cuenta o lo paga acá?
-
Cárgalo a la 136… lo dije con todas mis malas intenciones
-
¿136? ¿La habitación chiquita sin vista?
-
Esa misma…
Panorama
de mierda. A las 4 de la tarde se puso a nevar así que todos regresaron al
hotel. Mis nietos, aburridos, se fueron a jugar con un computador en la sala de
juegos. Mi nuera quería acción y me pregunto si podía hacerme cargo de los
pendex mientras ella iba con su marido por una “siesta”. Enriqueta cada cinco
minutos volvía a ofrecerme otro trago. Parecía copetinera la guacha. Yo,
aburrido a más no poder y acurrucadito en uno de los sillones del lugar, me
dormí y soñé con arenas doradas, playas desiertas y les juro que vi a Enriqueta
con una tanga despampanante y no con ropa de nieve.
Me
despertaron mis nietos que estaban tan aburridos como yo. Es posible que a
ellos les faltara esa cuota de smog que respiran en Santiago y a mí esa cuota
de libertad que vivo en el kilómetro cero de Chile. ¿Qué hacer para entretener
a estos cabros de mierda mientras los papas duermen o quién sabe lo que hacen?
-
¿Jugamos naipes? ¿Quién sabe jugar carioca?
- Pucha tata que erí fome, -dice el pendex de once años.
-
¿Dominó? ¿Brisca? ¿Dudo?
-
¡No po tata!,-respondieron.
-
¿Qué tal unas hamburguesas con un cerro de papas fritas, ketchup y mostaza?
A
los niños también se les conquista por el estómago. Con tal que me dejaran
tranquilo, le pedí a Enriqueta porciones dobles de papas fritas y hamburguesas
para los guachos. -¿Son suyos?, preguntó intrigada la moza a lo cual respondí
que eran mis nietos. Ella puso cara de ternura y se apresuró con el pedido. La
idea era que los papás, que reniegan de las frituras, no supieran la fechoría
que harían sus hijos.
A
la hora de la cena por fin pude endosarle los pendex a sus papis. Como
recompensa, pidieron una botella de vino tinto para mí ya que ellos no beben.
Los chicos, luego del atracón que se dieron con papas fritas, miraron con asco
las entradas y las pastas que venían luego. Aun no llevaba un día en la nieve
pero ya no la soportaba.
Los
chicos aburridos, yo idem. Los únicos que se entretenían eran los papás. Candy,
la nieta menor me guiña un ojo, se agarra la cabeza y dice: ¡má, me duele mucho
la cabeza! Y plaf, se desmaya. Los mozos rápidamente llamaron al doctor que de
bien poco sirvió ya que era un viejo traumatólogo -y no pediatra-, y le
aconsejo a los papas llevarla de regreso a Santiago la mañana siguiente. “Es
posible que la presión le haya jugado una mala pasada”, comentó el compositor
de huesos.
Ustedes
sigan cenando, les dije a los papis. ¡Yo llevo a los niños a la habitación!
Enriqueta me ayudó con la enfermita y yo partí detrás con el parcito de
hermanos mayores que no paraban de reírse. Cuando estaba instalada sobra la
cama, Candy abrió los ojos y preguntó ¿A qué hora nos vamos mañana?
Los
tipos del hotel querían cobrar los cinco días, pero como el viaje de retorno
fue con indicación médica, sólo cobraron uno… además del cerro de papas fritas
con hamburguesas que comieron los niños y mis cinco piscolas ¡Estos vales no
son míos!, gritó el papá mientras su cara se iba poniendo colorada. Son tuyos,
le dije. Fue para entretener a los niños.
- ¿Les diste papas fritas a mis hijos?
-
Sí. Con hamburguesas
-
¡Por eso se enfermó Candy! ¡Ella no está acostumbrada a las frituras!
No
me dirigieron la palabra en todo el camino de regreso. Yo, atrás en la 4 x 4
pensaba que nunca más volvería a la nieve. Candy me toma la mano y media
mareada por las curvas del camino me dice: - Gracias tata. Nosotros te
queremos.
Tiene
8 añitos y ya maneja a su mamá y papá con el dedo índice. Se apretujó y me dio
un beso bien mojado en la mejilla y me dice que vaya a verla más seguido.
-
Te lo prometo, le respondí.
-
Ojalá que no sea pronto, escupió mi nuera.
Era
pasado mediodía cuando ya estaba en casa y feliz. Hasta mi gato chino comenzó a
mover su manito más rápido. Me cambié de ropa y boté por el incinerador los
pantalones de cotelé y el sweater de lana sintética. Busqué mi mejor percha y
me las endilgué a la Confitería Torres. Saludé a Ernesto, el barman del boliche
y de sopetón llega una morocha con minifalda y unas piernas infartantes a
tomarme el pedido: era la nueva moza del lugar. Como siempre se aprende algo… -y
ese algo lo aprendí en la nieve-, la miro y le pregunto:
-
Where are you from, darling?
Exequiel Quintanilla