miércoles, 16 de septiembre de 2009

LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR


LA COMIDA CHILENA

Es difícil ponerse de acuerdo cuando se habla de comida chilena. Incluso hace un par de semanas y gracias a una serie de instituciones entre las cuales estaban Les Toques Blanches, el Comité Agrogastronómico, la Fundación para la Innovación Agraria FIA y el Circulo de Cronistas Gastronómicos, tuvimos la oportunidad de asistir a un importante seminario cuyo tema central fue discutir acerca de la comida chilena, sus orígenes y evolución.

Los que nacimos ya hace unas décadas tenemos más claro el asunto y lo podemos sintetizar en pocas palabras. La comida chilena es aquella que se añora cuando uno no está en la patria y aunque se quiera replicar, es muy difícil conseguir buenos resultados. Así, el charquicán, las sopaipillas, el pebre cuchareado, los porotos granados e incluso el pollo al coñac alcanzan ribetes nacionales que no se pueden olvidar. Comer machas a la parmesana en Nueva York es casi un delito, aunque ellos tengan los mejores quesos y las mejores machas del mundo. O tratar de hacer un pastel de choclo en Milán, resulta un fracaso. Eso es para este escribidor la cocina chilena. Nacida de los pocos productos que teníamos antes de la Colonia y que sumados a los traídos por los conquistadores logramos una cocina, que si bien no es ampliamente generosa ni conocida mundialmente, nos gusta, entretiene y nos identifica.

No deseo involucrarme en ninguna postura de los conferencistas en esa ocasión. Cada uno dio su visión del tema y todas las opiniones tienen su valor. Sin identidad clara, ya que nunca fuimos un país poderoso ni nada que se le aproxime (Perú y México eran virreinatos y además, antes, en la antigüedad eran imperios: el inca y los aztecas), nuestra cocina autóctona se basaba en muy pocos productos propios. Los conquistadores aportaron semillas y animales que crecieron maravillosamente en un clima ideal, luego llegaron las inmigraciones que le fueron dando (o quitando) identidad al país. Poco y nada queda de nuestros primeros habitantes que por cierto, sibaritas no eran.

Y así siguió nuestro camino por la cocina chilena. Con un algo de francesa, otro poco de peruana, un tanto de italiana, croata, alemana y de muchos inmigrantes que un día llegaron a establecerse al país. Nuestra comida típica se transformó en una criolla, mestiza, donde se unieron varias idiosincrasias diferentes para lograr, primero, alimentarse bien y luego hacerla conocida.

¿Cuál es el límite? No lo sabemos. Adaptamos y adoptamos tan rápidamente culturas foráneas que este 18 es posible que se bailen más cumbias que cuecas; que bebamos más ron que pisco y en vez de choripanes les demos hamburguesas a los “bajitos” para que no se enfermen. Y no es mentira. Pronto, muy pronto la comida china va a ser parte de nuestra idiosincrasia tanto como los kuchenes que ya nos son propios. Cientos de restaurantes y miles de wantanes y chapsuis salen diariamente de las cocinerías chinas para alimentar a muchos chilenos que disfrutan con esos sabores

El tema es complejo, variado y entretenido para los estudiosos y los busquillas. La gastronomía es intrigante y pasaran varios años antes que nos pongamos de acuerdo para definir de una vez por todas nuestra cocina. Sin embargo planteo a los expertos que sometan a consideración mi definición, que es la pura y santa verdad ya que en el extranjero hasta una marraqueta con palta se añora con nostalgia. (JAE)