miércoles, 17 de octubre de 2012

LOS CONDUMIOS DE DON EXE

AROMA A GLADIOLOS

-Te quiero a cargo de la oficina Exe.
- ¿Cuándo jefe?
- ¡A partir del martes de la próxima semana!
-¿Aun confía en mi? ¿Qué va hacer ahora?
- Bueno, no me queda otra ya que me voy por diez días a Europa
- ¿Free?
- Obvio, Exe.
- ¡La cuevita que se gasta jefe!

Esas fueron las últimas palabras que cruce con mi jefe antes que me avisaran que realmente no estaba en Europa sino en una habitación azuliblanca del hospital de la UC. No alcancé a estar de jefe subrogante ni dos horas cuando estaba poniéndome una corbata negra en una camisa blanca para visitar al veterano. ¿Qué diantres le había pasado? ¿Era cierto que un aroma a gladiolos inundaba los pasillos del quinto piso del hospital?

Pedí permiso para verlo y una enfermera mueve la cabeza negativamente tres veces. - ¡Soy Exe, reina, necesito ver a mi jefe!

- Sobre mi cadáver, respondió.
- ¿Y si me siento aquí afuera un par de horas, se apiadaría?
- Quizá, responde. Habrá que ver el parte médico de la tarde.
- ¿Lo pillaron con trago?, pregunté con alusión al parte
- Cállese mejor, responde. Veré qué puedo hacer por usted.

Aburrido pasaron mis horas en el pasillo del hospital. De vez en cuando una chica me sacaba de mis atribulaciones para preguntarme acerca de algo o de alguien. ¿Me habrán encontrado cara de guía turístico o de viejo jubilado que se gana unos pesos guiando personas por una maraña de puertas, muchas de ellas que te llevan directamente al cielo o al infierno? Mi enfermera –taco –policía, de vez en cuando se asomaba para ver si aun continuaba allí. Celeste se llamaba y su nombre lo descubrí en una chapita que llevaba en su uniforme azul. –Su jefe está inquieto, me dijo en una ocasión. Van atener que doparlo nuevamente. Cuénteme: ¿toma café?

- ¿Quién?
- ¡Su jefe, pues!
- ¡Creo que no, Celeste Acevedo!
- ¿Cómo sabes mi apellido?
- Si me dejas ver al jefe y luego me aceptas una copa, capaz que te cuente.

Me hizo entrar a una habitación llena de maquinas y maquinitas. Mi jefe parecía tragamonedas. Tendido en una cama balbuceaba palabras que no se entendían. Orejón, pelucón y con una barba de días, contrarrestaba con el tipo que en esas fechas debía estar en la cuna de la civilización. Parece que Europa no era su destino.

Cruzamos Alameda con Celeste para insertarnos en el Barrio Lastarria. Pedí en el Nolita una botella de un espumoso rosé de procedencia mendocina con el fin de hacer un brindis junto a Celeste por mi jefe. – Saldrá adelante, comenta ella. Te lo aseguro.

Las historias no tienen comienzo ni fin. Mientras, sigo a cargo de una oficina que tiene más de lupanar que de editorial. Curiosamente Celeste nunca preguntó cómo supe su apellido. Me habría dado coraje contarle que años atrás su madre y yo tuvimos un pequeño affaire. Ellas son como dos gotas de agua y tienen hasta la misma sonrisa sádica. ¿Se repetirá la historia?

Exequiel Quintanilla