martes, 2 de febrero de 2016

Crónicas con historia


BAR “DON RODRIGO”… SIMPLEMENTE EL MEJOR

“Don Rodrigo" es mi bar favorito de Santiago, desde hace varios años, como lo es también para los innumerables rostros que se me hacen conocidos por allí y se me aparecen en cada jornada, sea día de semana o viernes. Siempre asomarán por sus puertas, salvo el domingo, cuando el local no abre.

Se ubica junto al Hotel Foresta, a un costado de la entrada norte del cerro Santa Lucía, por la esquina donde convergen las calles Victoria Subercaseaux y Merced. Ubicación privilegiada en el Centro de Santiago, suficientemente cerca del barrio Lastarria como para que se acerquen desde él personajes intelectuales y nuevos bohemios, pero suficientemente al margen del mismo, como para aislar a los clichés y los lateros postmodernistas que suelen pulular en el barrio. En otras palabras, por aquí vienen poetas de verdad; no rumiadores nerudianos.

 "Don Rodrigo" ya es, por lo tanto, un clásico de la historia en este sector la capital y un hito en la recreación del entorno del Santa Lucía.

Se trata de un piano-bar tipo inglés, maravilloso y encantador. Ni en el living de mi propia casa me resulta tan acogedora una cerveza. No es grande, pero la distribución de sus elementos, incluso de la decoración, es la óptima: cómoda y ordenada. Abundan los objetos antiguos y de orientación artística; hasta el papel mural es de enorme elegancia clásica, rara vez presente en los bares chilenos más comunes.

La clientela es segura en el negocio, por lo tanto cerca de las ocho de la noche, sólo una hora después de abrir sus puertas, ya empieza a llenarse; y lo hará con toda seguridad durante los fines de semana, cuando la demanda es tal que debe cerrar sus puertas, ubicadas en Victoria Subercaseaux 353. Además, es común encontrar entre sus mesas a extranjeros que alojan en el propio Hotel Foresta, al lado, en el número 355.

La barra es notable. Enorme y amplia. Aunque no suelo socializar mucho, las conversaciones fluyen de manera inevitable: he conocido en ella a toda clase de faunos, como viajeros, médicos, artistas, actores, holgazanes (además de mí), pintores, escritores, bailarinas, ingenieros, etc. Es bastante democrática la situación allí. Varias veces he vuelto a casa desde ese mesón acolchado con tarjetas de presentación y algún e-mail anotado en una servilleta, en un bolsillo. Como esta barra no tarda en coparse, de algún modo u otro trato de conseguir un lugar allí, generalmente llegando temprano o permaneciendo al asecho de quien se levante por última vez desde alguna banca.

El mesón de barra es, así, un observatorio. Desde ella se mira al frente sobre una repisa enorme, alta y llena de botellas de licores, algunos de ellos exóticos. Toda una colección. Los cocineros y mozos pasean por una puerta que da a la cocina, una y otra vez, trayendo vasos, lavando jarras o solicitando pedidos. Las  letras de neón cuelgan sobre ellas: "Don Rodrigo", dicen, salpicando de fulgor rojizo el entorno. Los espejos parecen hacer más grande este local y reflejan la intensidad que se desarrolla a espaldas del visitante anclado en esa barra, por las mesas, por el piano, por las salas menores, etc. Calculo que con unas 50 personas debe llenarse por completo la capacidad del local.

Los precios, sumamente convenientes y milagrosamente respetuosos del perdido principio de la calidad a poco valor, son la mitad del atractivo; la eficiencia y la cordialidad de la atención es el otro. Cuando uno pide un schop o algún trago, además, suelen colocarle como acompañamiento un pocillo con maní y pasas, o bien pequeños canapés. En otras ocasiones me han tocado nachos con salsa mexicana de tomates. Estos detalles necesariamente motivan la lealtad de la clientela.

El nombre del local es otra curiosidad del mismo: se relaciona a un personaje que el caricaturista chileno René Ríos Boettiger, alias Pepo, había creado además de su famosísimo Condorito, y que correspondía a una armadura antigua que había sido poseída por el espíritu de un fallecido millonario, viviendo así sus aventuras post-mortem con fuerte acento en la picardía. La armadura se llamaba Don Rodrigo, precisamente. Como este bar y el hotel fueron fundados por Guido Vallejos, el conocido caricaturista nacional autor de la recordada revista "Barrabases", quiso homenajear a su admirado amigo y colega Pepo, poniéndole al local el nombre de la armadura animada cuando lo fundó, en 1988.

El mito entre los clientes dice, sin embargo, que el personaje que aparece en el logotipo del bar, especialmente en las tapas de menúes y posavasos, es una figura de modales refinados y aspecto aristócrata correspondiente a una caricatura que Vallejos hizo de sí mismo, aun cuando actualmente el negocio es conducido por su hijo Gabriel. No me extrañaría si así fuera, sin embargo, porque la mano de don Guido parece encontrarse en varias partes del bar, empezando por la carta-menú, que tiene una evidente e innegable influencia de la gráfica de las historietas.

La oferta de la barra del bar "Don Rodrigo" es amplia. Don Santiago, el maestro barman, viene de una escuela envidiable: formado en las barras-escuelas de "Chez Henry" y el "Bar City", por lo que sus credenciales y pergaminos son notables. Aficionado a las rancheras y música por el estilo, maneja la coctelera como lo haría un mago con su sombrero, derramando sobre las copas toda clase de líquidos coloridos en lugar de conejos. Kir Royal, pisco sour, vodka tónica, vodka naranja, whisky, martinis, etc. Casi todos los tragos más conocidos alcanzan en su carta. Y contar con un maestro como éste para hacerlos es un lujo, sin duda.

Otro personaje del local es el pianista Hernán Lavandero, un espigado y delgado músico que siempre pasea con su gorrito Dundee y que luce talentos de hombre orquesta mientras toca simultáneamente piano, teclado eléctrico, armónica y, más, encima, cantando. Lo hace cada cierta cantidad de minutos y ameniza el ambiente con algo de temas clásicos, de pronto algo nostálgicos. Da la impresión de que don Hernán se ha mantenido por mucho más tiempo en estas labores del bar, confundiéndosele por ratos con el resto de la clientela.

A decir verdad, todos son figuras de peso propio en el "Don Rodrigo": el muchacho moreno que vigila de uniforme la entrada (abre la puerta cordialmente saludando a los visitantes, en especial durante los días de invierno), la chiquilla pecosa de la caja y debe lidiar con treinta pedidos a la vez, el veterano mozo que pasea acrobáticamente con enormes bandejas entre los estrechos pasillos demostrando su vasta experiencia en estas artes, etc. He visto pasar por allí a personal que ya no está, además, como Janette, que antes atendía la caja, o una que otra estudiante que ha trabajado allí como camarera. También estaba la mujer rubia y risueña que cumplía el rol de pianista, desempeñándose con grandes virtudes en el instrumento.

Hace algunos años, a principios del actual siglo, "Don Rodrigo" no era tan popular ni famoso como lo es hoy día. Había un poco más de intimidad y de tranquilidad "asocial". Era frecuentado, por ejemplo, por un grupo de viejos masones que se pasaban por allí después de sus reuniones de ritos pitagóricos; también era sitio de encuentro para algunos estudiantes de la Universidad Católica, y por actores de teatro que siempre visitaban juntos el local desde la sede de la compañía Ictus. Sin embargo, como ahora ha adquirido cierta fama, apareció mucha gente nueva, llenando diariamente sus 45 asientos. Con ello, el carácter de "Don Rodrigo" ha cambiado un tanto con respecto a aquellos años, quizás en desmedro de los clientes melancólicos, pero ciertamente en favor del piano-bar.

Por otro lado, hay algunas pinturitas que presumen de haber sido clientes habituales de la Belle Époque del bar "Don Rodrigo", como un conocido escritor icono de los homosexuales chilenos, y cierto actor de televisión. La verdad es que nunca fueron más que visitantes esporádicos del bar, si es que en realidad lo conocieron alguna vez por dentro. Les daré el beneficio de la duda.

De espalda a las críticas que puedan hacer algunos, en uno u otro sentido, yo como cliente histórico de este pintoresco bar santiaguino, sólo puedo dar fe de que se trata de uno de los mejores y que es único en sus características, sin parangón alguno en toda la oferta de entretención de la ciudad. (Urbatorium)