miércoles, 18 de septiembre de 2013

NOTAS DE ESPAÑA



EL VINO DE LA CASA

Por Pepe Iglesias, desde España.

No voy a hablar de batallas perdidas, porque cuando uno las ha perdido todas, ya debe hablarse de guerra perdida, y eso es lo que me pasa con el vino de la casa.

Con cierta regularidad, saco a relucir este escabroso asunto y, como es lógico, nadie me hace ni puñetero caso.

Cuando este servidor era tabernero, mi preocupación por buscar un vino digno a la vez que asequible para representar parte de la imagen de mi restaurante, me llevó a vivir experiencias de lo más pintorescas. De hecho, en Francia, es muy habitual juntarse unos cuantos colegas para visitar unas cuantas bodegas de Burdeos, Borgoña, o Loira, con el fin de escoger el vino que mejor relación calidad/precio ostente, y con él poder dar un buen servicio a sus clientes (a la vez que trincar un buen pellizco, porque en ese vino es donde hay más margen comercial ya que no está en el mercado doméstico).

Es habitual que en París se elija un bristrot porque el dueño ese año ha conseguido el mejor claretillo perfumado del “arrondissement”, y en los pueblos ya no digamos, porque aquel “petit coin” que no ofrezca un vino decente a los parroquianos, ya puede ir pensado en reconvertir su negocio en zapatería, porque no venderá ni un chato.

En España el vino de la casa lo selecciona el contador en función de la oferta que le haga el distribuidor de turno, con ciertas oscilaciones si en la etiqueta dice Rioja, Vino de la Tierra, de Mesa o cualquier otro improperio contra las buenas costumbres.

Pero hete aquí con que, el otro día, en un comedero de estos de menú del día (entré a tomar una cañita, vi que tenían rollo de ternera y se me antojó), me pusieron una de estas pócimas, solo potable con gaseosa bien fría y, mirando la botella mientras esperaba los manjares, en la contra etiqueta leí: “Vivo color rojo granate. Aroma intenso de regaliz, bayas negras y cerezas, con un marcado carácter balsámico”.

No solté una carcajada porque estaba solo y sentí vergüenza, además de indignación, claro, porque aquel líquido violáceo, según el mismo documento, procedente de Ciudad Real y de uva Tempranillo (allí ha de llamarse Cencibel), no sabía si no a depósito sucio, a bodeguza.

 Evidentemente uno no puede pedir a un ranchero de menú de obreros que se moleste en hacer otra cosa que no sea ganar sus cuatro duros dentro de las mínimas normas sanitarias, pero que en una etiqueta, donde nadie pide otra información que no sea la que marca la ley, que se tiren el folio de una descripción organoléptica que habrán copiado de una guía de vinos (seguro que si le ofrecen un buen pico, no dudaría en firmarla él mismo en persona), ya suena patético. Mejor dicho, indignante, un insulto a la inteligencia del consumidor.

Como el asunto me pareció tan sangrante, intenté rastrear el registro de embotellador, pero no lo conseguí, aunque sí el del marquista, a quién llamé simulando ser un ranchero interesado en su vino, y me lo ofreció a casi un euro. De ahí descuenten el trasporte, margen del marquista distribuidor, tapón de corcho, cápsula híbrida, botella de vidrio, etiquetado, etc.

La etiqueta venía en bilingüe, español/inglés (los manchegos todavía no han inventado idioma propio), por lo que se deduce que este vino irá a la exportación y quizás ahí esté su fuerte.

 Dicen que los gabachos quieren arrancar nuestros viñedos… yo también.

 P.D. El vino se llama Vega Miranda, pero no se molesten en buscarlo porque no sale ni en Internet. Además el embotellador CLM 341/CR, fabrica otras mil marcas diferentes con el mismo bodrio.