LA COCINA EN
SANTIAGO
En plena dictadura
La noche del
14 de junio de 1982, el ex ministro de Economía del Régimen Militar, brigadier
general Luis Danús, a través de cadena nacional, anunció que el país abandonaba
la política de tipo de cambio ($ 39 por dólar). Sergio de la Cuadra fue el
ministro de Hacienda encargado de llevar adelante la devaluación del peso que
significó que el país viviera uno de los momentos más difíciles de su historia
económica.
Las empresas
mantenían un alto endeudamiento en dólares y eso significaría la quiebra del
sistema financiero, lo que después derivó en la intervención de la banca,
medida que se cumplió con rapidez, precisión y secreto militar.
El sector
más afectado con la crisis indudablemente fue el financiero. Tanto así que el
instituto emisor debió intervenir los bancos, alejando a sus propietarios para
evitar el colapso de la economía nacional. Esta crisis desencadenó la
desaparición de varios grupos económicos. La actividad económica llegó a caer
13% en 1983 con un desempleo que superó el 30% y las empresas que quebraron
fueron más de 850.
¿Qué hacer
ante la crisis? Muchos pensaron y lo hicieron. Abrieron restaurantes. Decenas
de ellos en la capital. Muchos ya no existen. Algunos, permanecen. Sin embargo,
la monotonía gastronómica que se notaba en esos años varió sustancialmente con
la aparición de dos genios (en esos entonces) que revolucionaron las mesas de
la capital. Carlos Monge y Martín Carrera. Carlos, cocinero de espíritu y
viajero incansable, importó las especias y sabores de la comida asiática.
Soledad Martínez, crítica de Wikén hacía la observación. “Una comida así puede
ser el Paraíso de una nueva generación de Pantagrueles refinados”. Las mesas
del Baltazar, ubicado en el incipiente barrio El Bosque, se llenaban de
cojinova cruda con salsa de soya; ensaladas de chagual con perejil, cochayuyo
con tomate y cebollín y queso fresco con albahaca; crema de espinacas con puerros,
mantequilla y jamón; trucha rellena y conejo a la mostaza. Una delicia para
aquellos tiempos.
El argentino
Martín Carrera hacía de las suyas en Borsalino de calle Nueva York, en pleno
centro de Santiago. Su plato con locos había ganado medalla en el Concurso de
Achiga de ese año. “Llegué para quedarme en Chile”, comentó. Transmitió muchos
conocimientos, abrió su propio local y luego se mandó a cambiar.
Los
hoteleros de esos años estaban preocupados. El alza del dólar los había pillado
con una deuda de 4 millones de U.F. y en dólares. Los números no cuadraban. Con
una ocupación promedio anual del 23%, necesitaban el apoyo del Gobierno. Sin
embargo, Sernatur anunciaba que ese año llegarían al país 340 mil turistas que
dejarían 100 millones de dólares en las arcas de la nación. A pesar de la
crisis, la Hotelera Panamericana, ligada a la familia Meiss, compraba ese año a
Corfo las instalaciones de la hostería Arica en 32 mil UF.
También lo
pasó mal la viña Concha y Toro. Perdieron por la crisis 62 millones de acciones
que tenían en el Banco de Chile y solo pudieron recuperar el 10% de su
inversión. En platas de la época, se tuvieron que olvidar de 473 millones de
pesos. Viña Tarapacá, en su intento de recibir efectivo que posiblemente
necesitaban, instaló una “venta de bodega” como le llaman actualmente, con una
oferta insólita: venta por docenas de su cosecha 1962 (¿habría alguna botella
buena?), en una gran variedad de etiquetas.
Los pocos
ingenieros agrónomos enólogos que existían ese año están pedían al Gobierno
formar un Instituto de la Vid y el Vino, ya que “si en Chile hay malos vinos,
es porque somos malos bebedores”. La crisis vitivinícola era fuerte entonces.
Entre los años 83 y el 84, y ante el bajo precio de la uva, los productores
arrancaron cuarenta mil hectáreas de viñedos. Solo los grandes sobrevivieron al
desastre.
Nunca se
supo si el negocio que anunció Pisco Control ese año fue realidad o fracasó.
Llegaron un acuerdo con la firma inglesa Grey Leyland Co. para enviarles 270
containers con 297 mil cajas (3 millones y medio de botellas de pisco) y
obtendrían un retorno de cinco millones de dólares.
22 años
cumpliría ese año La Cascade, propiedad de la médico pediatra Ivette Raillard.
En las fotos de la época, estupenda a sus 63 años, contaba que la cultura
gastronómica de los chilenos era “espantosa” y que había instalado el
restaurante ya que ley no le permitió ejercer la medicina en Chile.
En el año de
los Juegos Olímpicos en Los Ángeles, en Santiago se inauguraban con bombos y
platillos varios establecimientos que la memoria ya los tiene en el olvido.
Ebony, en Agustinas; De Belloni, en Isidora Goyenechea; Valentino, en San
Pascual y Reino Vegetal, en el centro de Santiago. Sin embargo, el restaurante
de moda –no confunda el lector moda con calidad- era el Doña Flor, uno de los
primeros proyectos en el barrio El Bosque.
Algunos
cantantes aun llenaban restaurantes: Paloma San Basilio destacaba en el Casino
de Viña del Mar; en L’Etoile del Sheraton cantaban José Alfredo Fuentes y
Antonio Prieto y en el Bali Hai hacía de las suyas la morena voz de Julio
Bernardo Euson.
1984 fue al
año de la desaparecida Blanca Casali. Brillante por decir lo menos, imaginaba
restaurantes y los hacía realidad. Nadie puede olvidar sus famosos Old Yellow
Book, la Pensión no me Olvides, El Almacén del Abuelo, La Gata Hidráulica, el
Peje-Rey, El Toro Simbólico, El Gato Viudo y El Chory Flay, entre otros. Toda
una revolución de diseño y concepto gastronómico de la mano de un tremendo
éxito comercial.
Pocos se
deben acordar, pero en el mismo año que la Coca Cola lanzaba en Chile la Coca
Light, el aeropuerto Arturo Merino Benítez era de una paz soñada: recibía 9
vuelos internacionales y despachaba 8 diariamente, a la vez que llegaban 9
vuelos locales y salían 8. ¡Y ya proyectaban una segunda pista!
Locos 84.
Bombazos iban y venían. Los cortes de luz eran habituales y normales y los
toques de queda también. Productores lecheros ponían el grito en el cielo ya
que las disposiciones legales los dejarían sin poder elaborar el famoso “queso
chanco” ya que éste lo elaboraban con leche sin pausterizar. Un verdadero
“terremoto lechero” para los empresarios pecuarios.
“La economía
está en una situación difícil, pero manejable” comentaba el ministro de
Hacienda, Luis Escobar, a mediados del 84. Mientras, en el hotel Crowne Plaza –
ex Cordillera-, inauguraba su restaurante “Le Chandelier” que recibía a sus
comensales con un candelabro de 18 brazos. Por $ 1.490, los clientes
dispondrían de una entrada de jamón, un sorbete de champagne, civet de liebre,
cerezas jubilosas y media botella de vino. “Diner aux Chandel” se llamaba: cena
a la luz de las candelas.
¿Tiempos
lejanos para los olvidadizos? Quizá. Incluso el Parque Arauco había recibido 12
millones de visitas en sus dos años de operaciones. Aunque sí se torna lejana
la idea de Sernatur de abrir el turismo antártico a la ciudadanía. Incluso un
viaje se realizó. Con un costo de US$ 275 el vuelo ida y regreso desde Punta
Arenas y 35 dólares diarios la estadía en el hotel de la Fuerza Aérea en Villa
Las Estrellas, 120 felices chilenos lograron hacer este primer y único viaje.
Épocas
difíciles: Caledonia, Las Brujas y Eve para bailar; Bowling para el deporte de
moda; Giratorio y el primer restaurante de este tipo en el país; Rodizio y sus
carnes a la espada; las fondues del Piso Cero de Juan Isarn; los lujos del mar
del Canto del Agua de Magaly Toro; la gran oferta de El Caserío; las novedades
del Ferrigó; el exótico Butan Tan del Parque Arauco; el gigante Danubio Azul de
Reyes Lavalle; los frescos mariscos de La Tasca de Altamar; la reapertura del
Carrousel; los flambeados de Charles Flambeau en La Enoteca; el jabalí, las
langostas y el ciervo del Chez Louis; la apertura nocturna del Pinpilinpausha;
las carnes del Angus… todos ellos y muchísimos más eran los encargados de
entregarnos la gastronomía de esa época. Año en que había 16 cajeros
automáticos en todo el país y se esperaba llegar a los veinte al comenzar 1985.
¿Qué
tiempos, no? (Juantonio Eymin)