miércoles, 2 de mayo de 2018

INOLVIDABLES


 
MAXÓ
Uno de los mejores restaurantes que tuvo Santiago
Fue uno de los restaurantes más elegantes que ha tenido nuestro país durante los 70 y 80. Pasó a la historia por sus maravillosos platos mediterráneos con toques franceses, sus mozos impecables de esmoquin y unos espectaculares carros con bandejas de plata, sartenes de cobre y copones de cristal que ofrecían venados, langostas y las más sofisticadas aves.

Su dueño fue Ramón Sotomayor, un empresario amante de la gastronomía que abrió este comedor en 1978 después de haber vivido y estudiado durante muchos años en España. “El nombre Maxó resultó de una broma. Me inspiré en mi hija Macarena, uní las primeras sílabas de su nombre y apellido y creé la sigla MaSo. Como todavía estaba en España lo traduje al catalán, porque se oía mejor, y terminó en Maxó”, cuenta.

Hijo de papás diplomáticos, Ramón vivió desde niño en diferentes países del mundo. Ahí le agarró el gusto a los aliños, los ingredientes exóticos y a la gastronomía en general. Cuando tuvo que elegir una carrera no dudó en entrar a estudiar hotelería en España; luego trabajó en la cadena de hoteles Meliá. Durante 14 años aprendió al máximo sobre sabores, implementaciones y todo lo que había que saber para tener un restorán propio. A finales de los 70 volvió a Chile y empezó a organizar el negocio de su vida.

Luego de conocer la oferta capitalina, se percató que en nuestro país faltaban restoranes de lujo y que ofrecieran algo más que las clásicas machas a la parmesana, caldillos de congrio o canapés de locos. Tomando como referencia los estándares europeos y haciendo uso de todos sus conocimientos, abrió las puertas de Maxó en una casa en la calle Antonio Bellet, en pleno Providencia.

Con la ayuda del arquitecto Juan Cristóbal Edwards y la paisajista Josefina Prieto –que se hizo cargo de la terraza–, Ramón remodeló esta antigua casona y la transformó en lo que siempre había soñado. Un lugar amplio, de dos pisos, con pocas mesas y todo tipo de detalles de primera clase. Sillas cómodas y con brazos, manteles de hilo almidonados y servilletas grandes, muy distintas a las “estampillas de cóctel” que se usaban en esa época, cuenta Ramón. Además, la cuchillería y los carros con la comida eran de plata Christofle. “El sistema era muy diferente al de hoy día, teníamos mesitas de apoyo para cada mesa y los mozos –a cargo del maître Horacio Araneda, que hablaba 5 idiomas– hacían verdaderas mise en scène en el lugar y les preparaban ahí mismo a los clientes camarones flambées, crêpes Suzette y otros platos”.

El Maxó fue el primer restaurante chileno que tuvo un sommelier que degustaba vinos traídos de Francia, Italia y Alemania y se los recomendaba a los clientes. Otra gran diferencia es que contaba con ingredientes importados que en esos años no existían en Chile. El salmón ahumado era traído de Canadá y Noruega, además de perdices y codornices. El champagne, el caviar de esturión y las trufas eran francesas, las angulas de España y algunos condimentos, como el estragón, se compraban en Argentina.

Cada temporada Ramón diseñaba la carta y también les enseñaba a los cocineros cómo preparar cada receta. Cuando el restaurante estaba cerrado reunía a todos en el comedor, pedía que le taparan los ojos con una servilleta y sin ver nada cocinaba perfecto cada una de las exquisiteces. Entre los platos más exitosos estaba el Canard au Sang, un pato elaborado en una prensa, con una receta del siglo XIX que se hacía en el restorán parisino Tour d’Argent, y también las langostas flambées, que estaban vivas en la entrada dentro de un canasto chino y se llevaban a la mesa en una bandeja de plata para que el cliente eligiera la que quería que le prepararan.

Todas las comidas eran llevadas a la mesa en los famosos carros que estaban divididos en dulces y salados. El de las carnes ofrecía desde ciervo, codornices, perdices, roast beef y otras delicias que eran cortadas con cuchillos especiales en frente del comensal. También había uno de quesos, que pasaba antes del postre y que contaba con muchas variedades traídas directamente de Francia, decoradas con hojas secas, guayabas, uvas y una linda cúpula de cristal. El de los postres tenía la forma de una escalera y ofrecía eclairs, tortas como la Saint Honoré y la Pompadour, además de compotas de frutas hechas en el mismo Maxó.

También había un carrito de licores que tenía un calentador de copas especial para el coñac y junto con éste se ofrecían los mejores puros del mundo, como los Montecristo y Romeo y Julieta.

Con servicio de almuerzo y cena, el Maxó funcionaba sólo con reservas por teléfono, lo que era un verdadero lujo, porque en ese entonces no todos contaban con líneas telefónicas. Sin cartel a la vista, la casa no decía mucho por fuera y sólo los que la conocían o tenían el dato lograban dar con ella.

Al mes de su inauguración, el local ya estaba repleto y llegaban reservas incluso desde Europa y Estados Unidos. Como Raymundo Larraín, que en ese tiempo vivía en Nueva York y que cada vez que venía a Chile llamaba antes para reservar una mesa y juntarse a comer con su amiga Marta Montt y el jet set santiaguino. Hasta ahí también llegaban presidentes y ex presidentes como Jorge Alessandri, Augusto Pinochet, Eduardo Frei, al igual que diplomáticos y empresarios, como Anacleto Angelini, Javier Vial, Ricardo Claro, Manuel Cruzat y Fernando Larraín.

El éxito fue tal que incluso comenzaron a ofrecer servicios de catering, algo no visto hasta ese minuto y entre los eventos se contaban las galas del Teatro Municipal, las carreras importantes del Club Hípico y también matrimonios. “Llegábamos con toda la artillería y servíamos y preparábamos las mismas exquisiteces que en el local de Antonio Bellet”.

Pese al éxito, la fama y los buenos comentarios, en 1983 Ramón vendió el Maxó debido a la intensa crisis económica que se vivía en esos días en Chile y al poco tiempo cerró sus puertas definitivamente. (Crédito: revista ED)