MI VIDA POR UNA MEDALLA
Un cuento para los amantes del vino
Jacinta
Baquedano
Mi apellido es Sierrabella. Nací en un
predio cerca de Cauquenes. Perdón, nací en una pobre bodega de vinos de esa
zona. Mi madre –jovencita- tiene genes de cabernet sauvignon y mi padre
–bastante mayor- una mezcla rara de carignan y país. Estuve nueve meses
evolucionando en unas añosas barricas que ya habían tenido muchísimos hijos.
Cuando nací y luego de aplicarme una
inyección de tintorera ya que estaba muy pálido, me trasvasijaron a una botella
de color verde y me guardaron. A los tres meses pegaron dos etiquetas en mi
cuerpo. Una era mi nombre y origen, hijo de agricultores que decidieron botar
sus pobres plantaciones de manzanas chancheras y plantaron nuevas cepas, y al
otro lado pusieron mi carné de identidad, los datos más profundos de mi
creación, (aunque a decir verdad, un poquito alterados ya que el papel aguanta
todo).
Mi traje era bonito y elegante.
Posiblemente mucho dorado y rococó, pero parece que estaba de moda en el secano
costero del Maule. Me dejaron descansando en unas cajas de cartón durante un
mes y de ahí me lanzaron a la vida. Me pusieron precio y salí a ofrecerme a los
postores de mi pueblo. Cuando llegué –orondo y ufano- a la primera botillería
me percaté que la cosa no sería fácil. Cientos de familiares estaban
descansando en los anaqueles. “Aquí nadie te comprará”, me dijo el encargado,
un gordo con mostachos y una cara de poco gentil. “Acá tus parientes más
pobres, esos que usan ropa de cartón o
de plástico son grito y plata. Además, pocos se preocupan del pedigrí y no me
hables de alcurnia, cuando ni siquiera ‘tenís’ una medalla”, concluyó.
Salí acongojado. Si quería triunfar
debía abandonar mi pueblo y emigrar a la urbe. Pero, ¿cómo lograr la fama sin
medallas? Regresé algo decepcionado a la bodega y me escondí un par de meses
pensando la estrategia que debía seguir para ser exitoso.
Casi me convierto en vinagre tras mi
experiencia en la ciudad. Entré a una tienda de vinos y me encontré con miles
de primos y tíos en los anaqueles. Cada uno más sofisticado y snob que el otro.
Todos con medallas y puntos... ¡como las notas de los colegios! Conversé con el
vendedor y le pregunté por mis posibilidades. “Pocas o ninguna” fue su rápida
respuesta. “No tienes ni precio ni valor en la ciudad. Te recomiendo que
regreses a tu pueblo y que te cambien de ropa: te puedes poner un traje de
cartón o sencillamente uno de plástico tipo Cachantún y ahí tendrás alguna
posibilidad de ser alguien”
Me retiraba deprimido y decepcionado
aunque no vencido. Un tipo que estaba en la tienda, viendo mi desesperación se
apiadó y quiso saber más de mí. “Soy uno de los dueños y me gustaría conocerte.
Saber de tus orígenes, tu acidez, si tus padres son jóvenes o viejos; ver tu
color, tu transparencia, tus piernas En fin, hacerte un pequeño perfil para
saber si tienes alguna posibilidad en esta jungla de etiquetas”
Lo hizo y parece que algo le agradé. Me
pidió más antecedentes y me contó que me ayudaría para conseguir al menos una
medalla en algún lugar del mundo, presea que necesitaba para seguir viviendo y
no convertirme en aderezo de ensaladas. Parece que mi nuevo amigo tenía algunos
contactos ya que pronto estaba realizando un largo viaje en avión con destino a
Etiopía, donde harían un concurso. Poco conocí del lugar ya que apenas llegué
me colocaron dentro de una bolsa de color negro y me repartieron en varias
copas. De ahí pasé a las bocas de los conocedores y luego a un balde donde
reposaban ya muchos amigos. Me sentía seco y vacío cuando entregaron los
resultados. Me iluminé cuando escuche mi nombre. ¡Había ganado una medalla! Una
de las doscientos treinta y ocho repartidas pero la primera en mi vida. De
plata pero medalla al fin y al cabo. Era el inicio de una nueva vida. Un
pasaporte para mi futuro.
Llegué a Santiago feliz y traté de
codearme con mis parientes más pudientes. Ni me saludaron. “Somos de otra
estirpe”, me respondieron. “Ojalá alguien te pesque pero no cuentes con
nosotros.” “Leyda nunca se comparará con tus míseros orígenes…”, fue uno de los
comentarios más suaves que escuché.
No quería regresar derrotado a mi
pueblo. Recorrí todos los barrios de la ciudad por si alguien se interesaba en
mí. ¿Etiopía? ¿Qué es eso?, me preguntaban. Muchos reían. “Una medalla no es
nada en la actualidad” “Vete de aquí” “¿No tienes alguna otra propuesta más
interesante que mostrar?” “¿Conoces el Wine Spectator?” “¿Te cató Parker o
alguno de sus secuaces?” “¿Saliste ya en la guía del Pato Tapia? ¿Te conoció
Fredes? ¿El maestro Héctor Vergara? ¿El difícil Brethauer?” “¿Probaste ofrecerte por Internet?”, y así
sucesivamente.
Regresé a mi Cauquenes natal con la cola
entre las piernas y una medalla en mi corazón. Decidí entonces recomenzar mi
vida de otra manera. No me dejaría vencer fácilmente. Pronto me vestirán de
cartón seré el primer y único tetra pack ganador de una medalla en Etiopia.
Aunque a muchos les duela. (JB)