martes, 23 de diciembre de 2014

TURISMO GASTRONÓMICO


 
PASIÓN TURCA

 “Si la tierra fuese un sólo Estado, Estambul sería su capital” (Napoleón Bonaparte)

Oler, palpar, charlar, reír, probar, adivinar, mirar, conocer, comer queso turco envuelto en piel de cabra, sentir el bullicio y regatear, siempre regatear, es la clave para ser feliz en esta tierra de alquimistas, brujas, amantes del té y los dulces turcos. Y de las especias, todas las especias que se pueda imaginar: pimienta de todos los colores, blanca, negra, verde, roja; azafrán, pimentón, nuez moscada, curry, canela, higos, dátiles, pistachos y un largo etcétera procedentes de todos los países productores de especias que impulsó a los grandes aventureros como Colón y Marco Polo a descubrir nuevos mundos.

Los cinco sentidos son pocos cuando uno se interna por los pasadizos del mercado de las especias en Estambul. Acá dejan mirar, catar, probar y explican uno a uno los condimentos que tienen los locatarios. Incluso convidan té de manzana para comenzar a hacer negocios. Y salir cargado de especias es su labor.  Acogedores y buenos para conversar (incluso en español), los turcos venden lo que quieren.

Estoy extasiado y embelesado. Desde que llegué a Estambul no he parado de maravillarme con esta tremenda ciudad que tiene algo de europeo y mucho de asiático. Colores y aromas por doquier y una majestuosidad sobrecogedora que nunca había sospechado. Bueno, estoy en lo que antes se llamó Bizancio y luego Constantinopla. También fue capital del Imperio Romano del Oriente y del Imperio Otomano. Cientos de años de guerras, intrigas, amores, engaños, religiosidad y mucha cultura.

Estoy en uno de los mercados favoritos de esta ciudad. El Misir Çarsısı Bazar Egipcio, más conocido como el mercado de las especias. Con una ubicación privilegiada sobre el muelle, en el extremo sur del Puente Galata, el lugar fue construido por la madre del Sultán Mehmet IV en 1663, y su nombre viene de los impuestos que se cobraban ahí de las especias procedentes de Egipto y de la ruta de la seda, que entonces formaba parte del Imperio Otomano.

A pesar de que sólo unos cuantos de sus locales aun venden especias y hierbas medicinales, los fuertes aromas se extienden más allá de sus muros de piedra que atraen al más fuerte; las intensas fragancias del azafrán, del cilantro, la canela, el pimentón, la salvia y cientos de exóticas especias del oriente dejan claro que su nombre es más que pertinente.

Sus seis puertas de arcada doble conducen a un largo edifico en forma de “L” que tiene tres enormes galerías. Cada puerta se ha bautizado con el nombre de los productos que se vendían, o se venden aún, en esa parte del mercado: Puerta de las Flores, Puerta del Mimbre, Puerta de los Pescados o Balik Çarsı —como se inscribe sobre la arcada de la puerta principal-. Una vez adentro, uno se vuelve parte de la multitud que se desplaza lentamente entre los puestos. Los gritos de los vendedores, los olores de las especias, las hierbas, las verduras frescas, el café, el té y el tabaco endulzado lo inundan todo. De pronto uno se sorprende oliendo frascos de perfumes, o decidiendo entre los distintos tipos de pimentón en polvo, al tiempo que sufro por no poder llevarme todo lo exótico y lo mundanal del Oriente a Chile. En mi mochila, sólo un par de frascos sellados con azafrán… y un par de calcetines tejidos con algodón turco.

Me tomo tiempo. Estoy perdido pero hay mucho que conocer y revisar. Sobre mi cabeza penden oscuras berenjenas, pimentones trenzados y salames con especias. Las nueces, los higos y los duraznos deshidratados se acomodan sobre bandejas de latón. Más allá, caviar iraní y ruso, lujo de sultanes. Incluso, casi me tiento con el “viagra turco”, una mezcla de hierbas afrodisíacas orientales.

Después aparecen los tés: en latas, sobres y cajas. Se puede escoger por tipo o por sabor: naranja, cereza, limón, canela o escaramujo. También hay té de manzana —en bolsitas de varios tamaños— que se prepara al cocer la pulpa deshidratada en agua. Y se pueden comprar coloridas cajitas con el jugo de manzana cristalizado. Ahí aprovecho la oferta. Si piensa que podrá volver al lugar, olvídalo. Los puestos, uno al lado de otro, marean y nunca podrá regresar donde el mismo vendedor. A no ser que viva en Estambul.

Del completo al kebab

Como reza el refrán: donde fueres haz lo que vieres, hay que hacer tripas corazón y enfrentarse a una comida con sabores y aromas diferentes. Cubrir en las mañanas el estómago con una buena dosis de yogurt para aceptar los condimentados platos turcos. Miles de puestos callejeros donde puede comer kebabs y pide (un simil a la pizza) o un sinfín de productos a precios realmente convenientes como $ 1.500 de nuestros pesos.

Si la idea es sentarse, están los Meyhane, una especie de tabernas donde se sirve alcohol y un buen lugar donde probar el Raki (servido en su forma tradicional) o cervezas acompañado de platos típicos. Los Lokanta, son bares similares aunque de mayor nivel y los Restoran, son los locales que todos conocemos, habitualmente bastante más caros

Tierra de contrastes

Asia a un lado, al otro Europa y en su frente Estambul. Resuenan los versos de Espronceda, de la Canción de El Pirata para ubicar una ciudad milenaria que ha sido la capital de tres imperios, cuna de civilizaciones, de intriga y mucha historia.

Dicen que todas las ciudades acaban por parecerse, menos una, Estambul. Bastará con perderse por  la parte trasera del Gran Bazar o penetrar por la majestuosa mezquita de Santa Sofía, para certificar que es una ciudad distinta. Todo en Estambul es contraste; desde los actuales y coquetos garitos de Beyoglu, a la derecha de Istiklal Caddesi desde la Plaza Taskim, hasta el señorial barrio de Pera, con el Pera Palas, hotel donde Agatha Christie escribió el Orient Express. Desde el constante ajetreo del puente de Gálata hasta las silenciosas calles del barrio sefardí, y desde el lujo otomano del palacio de Topkapi hasta el mundano Bazar de las Especias.

Los días se hacen cortos en Estambul y cinco son mis grandes recomendaciones para no regresar frustrado de una visita a Estambul. Aparte del Bazar de las Especias, camine junto al  puente de Gálata, viendo los numerosos puestos callejeros; viaje en Ferry por el estrecho del Bósforo, que lo dejará atónito por sus grandes palacios y mansiones; festeje una noche de juerga en las tabernas de la calle Balik Pazari; recorra y detengase el barrio bohemio. Casi es una obligación ir a Ortaköy, desde la plaza de  Iskele Meydani (plaza del muelle), donde parten decenas de callejuelas llenas de buenos restaurantes y kumpires, puestos callejeros. Y por último, para llevarse grabada la gran vista de Estambul, suba la Torre Gálata. Si cumple esos pasos, su visita a Estambul está prácticamente pagada.

Pero no crea que Estambul sea una ciudad que no goza de las garantías de una ciudad moderna. De hecho y gracias a Turkish Airlines, que en doce horas conecta Sao Paulo con el Asia Menor, duermo en un hotel boutique en un barrio donde se reúnen las más prestigiosas marcas de lujo. Le llaman el Beverly Hills de Estambul y aquí se concentran las mejores tiendas del mundo. Un lujo que tienen sólo las grandes capitales. Mal que mal Turquía recibe treinta millones de turistas al año y sus índices de comodidad son del primer mundo. Hombres y mujeres que vestidos a la última moda en el barrio europeo contrastan con los habitantes de la ciudad vieja, esa de bazares, tiendas, carteras falsificadas, alfombras y regateo.  (Juantonio Eymin)