ALGUNAS MUJERES EN
LA COCINA...
(Aunque los hombres
son peores)
Las mujeres
que son buenas en la cocina tienen un cierto desprecio por las que no saben
cocinar. Cada vez que les preguntan cómo se hace una omelette o qué es la salsa
blanca, sienten que les clavan un puñal. No importa sin son físicas nucleares,
madres perfectas o neurólogas. Si no saben cocinar, son un desastre. Les
produce risa el orgullo de las que presumen haber hecho bien un queque
instantáneo comprado en el supermercado. Esas que cortan el bizcocho luego a lo
largo, lo rellenan con manjar de leche condensada y espolvorean su superficie
con esas odiosas bolitas de colores.
No queremos
caer en el machismo de relacionar a las mujeres obligatoriamente con la comida,
pero sí queremos diferenciar las
distintas clases de féminas en su relación con la cocina.
La mujer gomero, por ejemplo, no sabe
ni le interesa cocinar. Y lo dice: no agarra una batidora ni aunque le apunten
con una pistola. Prefiere ver la tele, pintarse las uñas, dormir la siesta o
hablar por teléfono antes que agarrar una sartén. Después de todo, para eso
existen los congelados. Sus hijos no conocen otra comida que no sean alitas de
pollo, vienesas y corbatitas con salsa de tomates en tetra. Es habitual que su suegra, alertada por el
semblante mortecino de sus nietos, la hostigue para que hierva unas verduritas,
pero ella insiste que eso no le queda bien, y que ha estudiado una carrera para
no estar de china en la cocina. ¡Y lo bien que hace! Si sus hijos llegaran a
ver un pollo entero en el horno o un pescado, se tirarían debajo de la mesa
para protegerse de ese alien o se pondrían a llorar pensando que su madre ha
matado un perro.
La perfeccionista tonta tampoco
entiende nada de cocina, pero se arriesga. Cada vez que ve una comida por la
televisión, anota la receta en un cuadernito. Pero es tal su ineptitud que,
ante la duda, no sabe aplicar el sentido común. Cree que si pone un centímetro
cúbico más de aceite puede arruinar la comida. Necesita indicaciones,
cantidades y medidas tan precisas que finalmente le terminarás explicando por
teléfono la receta paso a paso mientras va cocinando. ¿Cuánto es un
chorrito? ¿Cuánto mide una cucharada?
¿Aceite de pepitas de uva es lo mismo? ¿Manteca da igual? ¿Leche condensada o
evaporada? ¿Lo pongo antes o después de que hierva el agua? ¿Lo “revuelvo todo”
o no hace falta?
La
atolondrada no tiene sentido común y no se percata. No puede
controlar su pasión por cocinar, pero sin conocimiento. Es experta en mezclas
macabras. Para el cumpleaños de su hijo hace una torta rellena con mermelada de
duraznos cubierta con manjar y granadas porque es lo que tenía en el
refrigerador. Si le dices que eso no pega ni con Agorex, se encoge de hombros y
dice que a ella le parece que sí. Es descuidada y la comida siempre le chorrea,
se le abre, se le desarma al desmoldar. Los bordes de los platos los sirve
manchados de salsa porque no tiene el detalle de pasarles un papel para
presentarlos limpios. Sus delantales son verdaderos cuadros de manchas. Y, lo
peor de todo, hace su propia cocina fusión: le pone cubitos de caldo a todo,
hace una tarta pascualina con masas pre-elaboradas de pizza, sazona todo con
“adobo para carnes y pescados”. Es la reina del orégano seco y de la salsa de
tomates, hace ensaladas imposibles que luego no sabe aliñar, hace pasta con
salsas sorprendentes y ofrece flanes o tartas mal desmoldados sin ningún rubor.
"Se ha roto al sacarlo, pero da igual: está igual de rico" y “en el
estómago todo se mezcla”.
La “superwoman” está tan convencida de
su destreza para la cocina que ni siquiera cuando está de invitada en una cena,
con un menú cocinado por la anfitriona, puede dejar de alabar sus propias dotes
culinarias. “Cuando pruebes el asado que yo hago...”, “las empanadas árabes son
mi especialidad y con la masa original”, “tendrías que haber mojado el molde
para que no te pase eso, yo lo hago siempre y me sale perfecto”. Incluso tiene
adiestrada a su familia para que corrobore su experiencia culinaria en público.
Es de las que le gusta invadir la cocina ajena, para escudriñar y dar consejos
permanentemente. Sin embargo, tarde o temprano, llegamos a comer a su casa,
comprobando, asombrados, que es una simple y novata amateur. Asados sin
salsa, (a cualquiera le queda impecable
un trozo de carne al horno), pasteles vulgares, albóndigas abiertas y sin
forma y empanadas árabes con masa gomosa
de harina candeal. Cosas que, para su familia son una pequeña maravilla, pero
para los demás una vulgaridad. Pero se lo callan por cortesía y ella seguirá
siendo la de siempre en cualquier otro lugar.
La insegura no supo por dónde se
agarraba una sartén hasta que se casó. Pero, eso sí, queriendo ser la esposa
perfecta se compró varios libros de cocina y memorizó cuatro recetas facilonas
que son las que lleva haciendo años, temblorosa y alerta, como si fueran
cirugías a corazón abierto. Y su esposo -si sigue enamorado y conociéndola
bien- cree que -por no haber incendiado la casa con el aceite hirviendo- su esposa ya es igualita a la Pamela
Fidalgo. Cada vez que hace un budín de pescado, el marido aclara que “lo hizo ella” como si
nosotros fuéramos a hacer la ola porque la pobre pudo sacar algo del horno sin
incendiar el edificio. Para ella, la cocina es una tarea tan difícil que, cuando sirve un flan común, lo hace
temblando de nervios asegurando que es la primera vez que lo hace y que no sabe
cómo habrá salido. Y si cometemos la imprudencia de elogiarle el plato, ofrece
la receta. ¡La receta! Y conteniendo la risa te preguntas ¿para qué quiero yo
la receta de un flan que sólo es leche
con huevo y azúcar? ¿Querrá darme también la receta del huevo frito y de la
ensalada mixta? ¿Tendrá idea de cómo se
hacen las tostadas o como se bate un poco de crema? Y, por cortesía, le decimos
que no, que sólo a ella le queda perfecta.