LULÚ
(El regreso de don Exe)
Es difícil volver a escribir en este pasquín luego
de un “retiro espiritual” tras largos meses desconectado. El siquiatra –o
loquero- un amigo gordito con un bigotito de teniente, que me atiende gratis y
para más encima paga el café, me insistió que intentara contarles qué ha sido
de mi vida luego de sendas PLR que me dio la paquita y mi querida Mathy, la
cual se casó en Iquique y definitivamente se alejó de mi existencia.
Me costó olvidarlas. Más bien aún están presentes en
mis sueños. El problema es que cuando llega la mala cueva, llega toda junta y
también tuve que dejar mi departamento en la Plaza Ñuñoa, trasladándome a un
modesto departamento en Santiago Centro, un barrio que me era casi desconocido.
Mis hijos, que financiaban el arriendo y los gastos comunes de mi bulín,
agarraron todas las crisis que se propagaron el año pasado y literalmente
bajaron mi ritmo de vida, cosa que derivó en un cambio de ambiente, de efectivo
y de picadas donde comer.
Me despedí de todos: de Manuel, el dueño de Las
Lanzas, de la hermosa Paula (la dueña de Benito y Rosita, esos lindos gatos
negros que se metían a mi terraza), de los conserjes del edificio y tras una
pequeña mudanza llegué medio desconcertado (y afligido) a mi nueva morada, un
silo donde viven apiñados medio millar de humanos de todos los orígenes, una
especie de Babilonia, pero sudaca.
Pero no estoy acá para escribirles cosas negativas
ya que la vida es corta y hay que aprovecharla. Como un clavo saca otro clavo y
donde fueres haz lo que vieres, me hice asiduo de un restobar de mala muerte
que ofrece colaciones y cierra cuando se retira el último parroquiano. Allí
estaba el mes pasado, aun caluroso, pasando la tarde de un sábado ya que en el
edificio los pendejos se toman los pasillos para jugar futbol y no pocas veces
te hacen el “rin rin raja”, una situación que poco tolero y prefiero estar en
el bar mirando una pantalla de TV sin sonido viendo cualquier cosa tan
entretenida como las diferentes formas de fabricar una casucha para el perro.
Además, sin el penetrante aroma del ajo, que traspasa muros, puertas y entra a
tu casa como si fuese pariente.
Ahí estaba, entreteniéndome a rabiar jugando con una
papa frita fría que me servía de lápiz para hacer figuritas con el kétchup,
cuando apareció Lulú. Era una mezcla entre la Mathy (mujer madura) y Sofía, la
paquita (mujer rica), pero en versión oscura. “Rica la negra”, pensé y continué
mirándola mientras ella pedía un té. ¿Sólo un té?, me pregunté…
Como se sentó en diagonal a mi asiento, cambié mis
gafas para mirarle las piernas. ¿Qué miras?, preguntó.
Confieso que me puse colorado. Hacía tiempo que no
me encontraba en esa situación y no sabía cómo responder. Subí la vista y la
encontré guapa. ¿Serían las piscolas?
- Perdón,
respondí. En realidad se me fueron los ojos.- ¿Eres bizco?
- ¡No!, a decir verdad lo único bueno que me queda son los ojos.
- Cosa
tuya, dice, mientras cruza las piernas y logro ver algo más que sus morenas y
prietas piernas.
El destino es cruel pero a veces da sorpresas. Entre
preguntas van y preguntas vienen terminé sentado en su mesa conversando de la
vida. Como la mía importa un rábano, le conté de épocas memorables de mi
existencia y ella atropellaba contándome la suya. Era enfermera en un
laboratorio donde sacan radiografías y scanner, algo común en epicentro de la
capital. Dos matrimonios fracasados y dos hijos que viven con su padre en Guatemala
eran su legado. Ahora vivía sola en un edificio de departamentos donde eliminó
el timbre (debido a los constantes rin rin raja) y sufría las consecuencias de
los bestias que andan en bicicleta y otros que juegan al futbol en los
pasillos.
¡Lulú y yo éramos vecinos! Ella en el piso 28 y yo
en el 16. ¡Genial!, al menos sufríamos los mismos problemas.
Saqué cuentas mentales de cuanto billete quedaba en
mi tarjeta RUT. Como era casi fin de mes, alcanzaba para invitarla a cenar a
algún lugar un poco más decente y no tendría que pagar taxi, ya que
compartíamos la misma dirección. Como era de esperar, terminamos en un
restaurante peruano ya que es lo único digno que se puede encontrar en el
microcentro santiaguino. Cebiche de
reineta para compartir y luego la especialidad de la casa: lomo saltado. Todo
ello acompañado de sendos pisco sours que mágicamente se convierten en la
integración misma de la hermandad chileno – peruana ya que ocupan una mezcla de
ambos piscos para elaborar la pócima y hacer patria No puedo mentir ya que los
sours estaban bastante buenos. Bueno, sinceramente con dos “catedrales” en el
cuerpo per cápita, nos comimos hasta el rocoto en su versión más natural y
picante que existe.
El papá de Lulú es haitiano y la mamá chilena (como
el Beausejour, pero en versión mina). ¡De ahí el cuerazo!, pensé. Lulú, anteponiéndose
a mis pretensiones y mirando la hora, me anticipa que el día siguiente debía
trabajar ya que el laboratorio no se detenía y que ella tomaba el turno muy
temprano. Pagué la cuenta y regresamos caminando un par de cuadras hasta la
casa. El ascensor -una mierda, pero ascensor al fin y al cabo- paró en el 16 ya
que ella seguía al piso 28. Lulú –es bajita- empinó sus pies y me da un beso en
la mejilla junto a las gracias correspondientes. Sentí su respiración agitada y
sus labios cálidos. ¿Serían los “catedrales”?
Al menos cuando entré a mis aposentos ya no quedaban
pendejos jugando alrededor. Por primera vez en seis meses prendí la radio para
escuchar música. Ahora que vivo en el centro puedo libremente aclararles que me
empelotaban los gatos negros de la Paulita, las frituras de Las Lanzas y los
conserjes de mi ex edificio, ya que sólo se preocupaban de las propinas.
Downtown la lleva, y luego de conocer a Lulú, me da
la sensación que no lo pasaré mal en mi nuevo vecindario.
Como dicen en el fútbol: “esto comienza, señores”
Exequiel
Quintanilla